
Encontrar el ritmo propio
4 de julio de 2025Escrito por mayra isel
Editado por Natalia Rodríguez Chávez
Crecí en una ciudad industrial al norte de México, en un entorno donde lo diferente causa incomodidad. La vida suele girar dentro de los mismos círculos, es casi inevitable que todos se conozcan de alguna manera: alguien fue contigo a la escuela, trabajó con tu primo o resulta ser amigo de una amiga. No es casualidad, es que la mayoría nos movemos dentro de los mismos círculos sociales y económicos, y tarde o temprano esos caminos se cruzan. Quien no pertenecía a ese grupo –especialmente si venía del sur del país o de otros lugares del sur global– era visto como raro, incómodo o inferior. Eso sí, si la persona era extranjera, pero de países del norte global, era tratada con fascinación, como si fuera un ser superior y tuviera una especie de brillo. Desafortunadamente, esta realidad sigue existiendo, aún después de décadas de haber crecido con ello.
Recuerdo con claridad las bromas que se hacían en la secundaria y la prepa -en los años noventa y los primeros años del 2000-: los apodos hirientes, los chistes sobre el color de piel o sobre ser de “San Luis”, como si eso fuera motivo de burla y la justificación para excluir a cualquier persona morena y/ indigena del país . Aquello se decía con tanta normalidad que no me percataba de lo hirientes que eran esas palabras. No era algo de lo que hablaramos, ni cuestionaramos en las mesas familiares ni de convivencia.
Fue hace veinte años que, para mi, fue haciendose evidente lo equivocada que estaba cuando trabajé como practicante con personas indígenas. Las historias que me relataron me dolieron profundamente. No se trataba solo de experiencias de discriminación verbal; eran heridas vivas de exclusión, de falta de acceso a derechos básicos, de despojo y de silencios impuestos.
Una historia que aún me sacude fue la de varias mujeres que trabajaban como empleadas domésticas. Los sábados dormían fuera de las casa de sus empleadores/as, y algunas de ellas no tenían otra opción más que pasar la noche en bares de la ciudad. Se turnaban para dormir mientras otra las cuidaba. Para colmo, si les pasaba algo, como un robo o una agresión sexual, la policía no les ayudaba, e incluso era partícipe de esas violencias.
Escuchar estas realidades no solo me rompió el corazón; me hizo sentir una culpa profunda por todas las veces que llegue a repetir estereotipos, hacer chistes o participar sin saber en ese sistema que violentaba (y les sigue violentando). Fue aquí donde comprendí cómo un comentario aparentemente insignificante puede ser el primer eslabón en una cadena que termina en la violencia más brutal. Así, el desprecio cotidiano, casi automático, tiene consecuencias reales y dolorosas.
Con el tiempo entendí que esta realidad no era exclusiva del norte del país. En un inicio –debo confesar–, sentí cierto alivio: “ah, no somos los únicos que discriminamos de esa manera”, como si ese dato redujera la culpa y vergüenza que cargaba. Pero muy pronto vino el horror: saber que el problema es estructural, y que está en todas partes. Ese descubrimiento me llevó a mirar de frente nuestra propia historia en México, donde nos han contado el mito de que ‘todos somos personas mestizas’ y que por eso el racismo en nuestro país no existe. Se trata de una mentira peligrosa y manipuladora ya que ha sido una trampa para negar las jerarquías raciales, las violencias y las desigualdades históricas que hoy continúan operando.
Aquí otra confesión: al percatarme de esta realidad –y como la mujer blanca, no indígena que soy– mi primera reacción fue lanzarme a corregirlo todo. Mientras yo asumía un papel rígido y moralista, hubo personas que, en contraste, me ofrecieron paciencia, generosidad y enseñanzas sin regaños. Esa contradicción me hizo darme cuenta de que mi manera de actuar reproducía lo mismo que quería transformar: la idea de que alguien tiene la autoridad de “enseñar” a otrxs cómo deben comportarse.
Fue justamente al toparme con esos contrastes –entre mis impulsos de corregir, los límites que me señalaron y la apertura de quienes compartieron su conocimiento– que empecé a comprender otra forma de caminar. Ya no desde la salvación ni desde la corrección, sino desde la construcción de relaciones horizontales, co-creando proyectos en los que el conocimiento circula en reciprocidad.
Mi contacto con el conocimiento indígena también me hizo ver lo deteriorada que estaba mi relación con lo natural. Me fui reencontrando con la calma que siento con las montañas, el río, las plantas, el silencio verde. Ya adulta, me acerqué a los temazcales, a ceremonias guiadas y a formas de salud y espiritualidad que no vienen de religiones colonizadoras, sino del vínculo con la Tierra, el entorno, el cuerpo y los ciclos. Sigo aprendiendo, pido permiso a los territorios, comprendiendo que el alimento es medicina, y que cada elemento tiene un rol. Cuando habito el mundo desde ese lugar siento que mi alma y propósito cobran sentido. Según Silvia Federici, recuperar prácticas colectivas y ancestrales es imprescindible para la defensa de la vida y la naturaleza. Considero que ese recuperar no es romántico ni nostálgico: es una acción política, ética y necesaria.
Hoy me reconozco como lo que soy: una mujer blanca y no indígena en México, posicionada desde la blanquitud en un país atravesado por el racismo. Sé que mi historia y mis privilegios están profundamente ligados a un colonialismo que sigue vivo en nuestras prácticas cotidianas, en las instituciones y en las formas en que miramos y nos relacionamos.
También se que he sido y soy beneficiara de ese sistema, eso me ha generado una incomodidad lúcida desde la cuál intento actuar con responsabilidad ética, política y afectiva. Creo en lo valioso de hacer algo con lo que ya es consciente, aprovechar el privilegio y acceso para co-construir espacios, tejer puentes, compartir recursos, escuchar con humildad y caminar con quienes han sostenido la vida en medio del despojo. Es aquí donde pienso en Vandana Shiva, quien nos comparte que el ecofeminismo significa celebrar la vida y asegurar que cada persona tenga confianza en su lugar en el planeta. Hoy, camino intentando contribuir a eso: a una vida más digna para todxs, desde la conciencia del lugar que ocupo y de cómo puedo usarlo para cuidar y no para oprimir.
Este camino, no tiene línea recta, pero sí tiene dirección. Y sé que no tengo que caminarlo sola.








