
Resignificando(me en) el azul
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Desde hace un par de años ha tomado fuerza la idea de que, durante este mes cargado de expectativas y representaciones idealizadas del amor, también hablemos más sobre los vínculos y relaciones afectivas de amistad. Hoy, en honor a los dos meses de la partida terrenal de mi mejor amigo de adolescencia y juventud, quiero compartir estas palabras y estas fotografías, que han sido parte de mi proceso para transitar el duelo.
Es bien sabido que la adolescencia es una de las etapas más transformadoras en la vida de una persona. Más allá de esa generalidad, quiero compartir un poco sobre la mía, porque el vínculo profundo que generé con mi amigo fue un pilar fundamental en la construcción de quien soy hoy.
Mi adolescencia fue un periodo abrumador. Llegaron demasiados cuestionamientos al mismo tiempo. Todo aquello que me daba estructura empezaba a tambalearse: religión, género, orientación sexual, familia, instituciones, amistad… No tenía respuestas a mis preguntas que me dieran claridad ni referentes que me ayudaran a visualizar que quería construir. En especial, los años de la secundaria los recuerdo como uno de los momentos más difíciles. No me hacía sentido estar en una escuela solo para mujeres, que la educación sexual fuera un tema tabú, que hubiera tantas contradicciones entre las enseñanzas de la espiritualidad y las acciones de quienes las representaban, que estuviera mal visto que una mujer viviera sola y fuera independiente. La existencia misma me parecía absurda y carente de sentido. Encontraba gozo en el deporte y consuelo en algunas amistades, pero con quienes no hablaba a profundidad ni la mitad de lo que pasaba dentro de mí.
Cuando llegué a la preparatoria, conocí a Robert y, con él, a un grupo de amigos que me hicieron sentir un respiro necesario. Si bien, no encontré todas las respuestas ni los referentes que buscaba, encontré en mi amigo un lazo tan profundo que me permitió soltar, aunque fuera por momentos, el torbellino en el que me encontraba. Sin saberlo, vino a ayudarme a construir gran parte de la identidad que, poco a poco, fui definiendo. Me enseñó a transitar el caos con más paciencia, a confiar en que las cosas se resolverían y, sobre todo, a recordar que, mientras tanto, se vale disfrutar.
Junto a él, reafirmé expresiones de género con las que me sentía cómoda. Ser parte del grupo de “los vatos” me ayudó a encontrarme. Disfrutaba tanto la convivencia cotidiana, a veces aparentemente sin sentido, pero que ahora reconozco como profundamente revolucionaria. En un mundo obsesionado con la productividad, donde una tiene que definirse dentro de los marcos del patriarcado y capitalismo, hacer nada, reír y simplemente estar presente era lo mejor que podía hacer. Me sentí acompañada, respetada, valorada y segura para ir encontrando quien era. Y todo, absolutamente todo, fue desde un lazo lleno de goce, alegría y complicidad.
Las décadas pasaron, nuestras vidas tomaron rumbos distintos y, con mi mudanza, la presencia cotidiana se fue diluyendo. Con los años, el contacto se volviò cada vez menos frecuente, pero aun así, siempre lo sentí – y lo sigo sintiendo – como mi mejor amigo. Es difícil de definir, pero es una certeza que ha estado conmigo desde 1999.
En el adiós, reafirme aquello que solo podía sentir sin ponerle palabras: a pesar de los años sin vernos, seguíamos siendo importantes el uno para el otro. Lo vi y sentí en la mirada y las palabras de su familia y su pareja. Su partida duele y deja un vacío enorme en muchos corazones. En el mío, deja un profundo agradecimiento por haber compartido la vida, por enseñarme a coexistir, a hacer nada y todo al mismo tiempo, a ser nosotros mismos sin juicios, a equivocarnos y ayudarnos a enmendar los errores.
Robert, gracias. Nos volveremos a encontrar.