
Ser en medio del miedo
15 de junio de 2025Escrito por mayra isel
Editado por Natalia Rodríguez Chávez
Sábado, 7:30 de la mañana. Es una mañana calurosa pero tolerable. El ruido del ventilador me quiere seguir arrullando, pero pasé las últimas 24 horas acostada en la cama con muchísimo malestar corporal. Al principio pensé que sólo era cansancio acumulado de las últimas semanas, pero luego llegó el dolor muscular, y hasta en los huesos; algo raro, como si mi cuerpo quisiera avisarme que algo no estaba bien. Hoy, apenas voy reconociendo que me siento mejor, que hay que levantarse. En un momento empieza mi curso en línea y quiero estar lista y presente.
Son las 8:00 de la mañana, me queda una hora para hacer la tarea que me encargaron ayer y que no pude hacer por el malestar. La tarea es escribir sobre mí, presentarme. ¿Qué puedo decir que no parezca una semblanza? Constantemente hablo de mi trabajo y profesión como parte de mi identidad, y sí, me identifican mucho, pero hoy quiero honrar el proceso en el que he estado inmersa durante los últimos años. Quiero hablar de mi necesidad de llevar ritmos diferentes en mi vida, de poder ir más lento ––más profundo.
Así que por ahí empiezo, y lo reafirmo al final de mi escrito: esta soy yo, la que, una vez más en la vida, se encuentra como un pez intentando nadar contra la corriente de algo mucho más grande que yo.
Se dice que somos y nos vamos formando dependiendo del lugar donde nacemos y crecemos. Yo crecí en una ciudad industrial que se enorgullece de ser una comunidad de personas muy trabajadoras, donde el descanso se mira con desconfianza, como un lujo innecesario o simple flojera. Aquí lo importante es estar siempre produciendo, incluso convertir los pasatiempos en algo útil, rentable o al menos publicable.
Al sistema capitalista se le alimenta sin cuestionarlo. Basta con una carne asada el fin de semana, un paseo por el centro comercial y ya está: se le echa aceite a la máquina para seguir funcionando otra semana más, donde todo urge y donde el tiempo —y la vida— de quienes trabajan siempre parece disponible para ser explotado.
No importa el cuidado colectivo, hacer equipo o comunicarse; lo que importa es sacar todo (aunque quede superficial), asegurarse de presumirlo para llevarse la estrellita individualista y lucirse. Pareciera que es una necesidad constante de sentirse importante y valoradx, en un sistema que realmente nos considera desechables, al que le da igual si depositamos la vida entera o no.
El ritmo de esta ciudad es rápido, demanda muchas cosas al mismo tiempo, y pide resultados ante todo. Desde el imaginario cultural, el descanso se dice es necesario, sí, pero no se ve bien; las personas no lo toman en serio y los líderes ven como algo positivo (e ideal) que estés disponible siempre. Aquí el equilibrio es un reto individual, y los hábitos saludables terminan siendo otro marcador en la lista interminable de pendientes.
Al observar mi cuerpo me doy cuenta de lo mucho que se ha enfermado física y emocionalmente en los últimos años. Y no es que sea algo único o inesperado. El filósofo Byung-Chul Han, por ejemplo, lleva más de una década describiendo el ritmo frenético de la sociedad actual que exige la productividad y la autoexplotación. Además, autoras feministas, como Silvia Federici, han cuestionado el mandato hacia las mujeres de estar siempre disponibles, de producir y cuidar sin descanso. Esta exigencia está en el centro del ritmo patriarcal y capitalista que nos atraviesa y nos desgasta.
Desacelerar para preservar la salud mental y física se convierte en un acto político contra un sistema que nos empuja a hacer todo lo contrario. Decidir ir más lento es también desobedecer ese mandato de disponibilidad infinita. No somos máquinas ni recursos. Somos cuerpos con ciclos, mareas y pausas necesarias.
Reconocer que necesito ir a ritmos más lentos, en sintonía con lo cíclico y lo natural, ha sido un viaje complejo, un proceso que sigo escribiendo y ajustando paso a paso. Creo que en el acto de avanzar las pausas reales se vuelven indispensables, pues son el espacio donde podemos habitar el presente y profundizar sin quedarnos atrapadxs en el vértigo de la inmediatez o la superficialidad.
Eso sí, reconocer esa necesidad es una cosa, hacer que se convierta en una realidad es otra, sobre todo en un mundo en que el contar con salarios dignos es imprescindible para vivir y existir. No siempre ha sido fácil para mí asumir que puedo darme espacios de descanso. Muchas veces he sentido que no los merezco, que es injusto cuando tantas otras mujeres ni siquiera tienen opción. Pero creo que nombrarlo —y no negarlo— es el primer paso para actuar con responsabilidad desde ese lugar.
También sé que para alcanzar el ritmo que necesito, primero tengo que validarlo frente a mí misma. Aprender a sostenerlo, cuidarlo, protegerlo, incluso cuando el entorno no lo facilite. Porque sí, los contextos pesan. A veces el código postal te lo permite, a veces te lo niega. Por eso, más que buscar condiciones ideales afuera, quiero aprender a habitar ese ritmo por dentro, sin olvidar que no se trata solo de mí: es un deseo personal, sí, pero también una apuesta política y colectiva.
Por ahora, he ido incorporando esos ritmos desde el lugar en el que estoy, resistiendo la vorágine de las miles de necesidades, juntas y peticiones que pueden llegar en un sólo día, atendiendo lo que puedo y sosteniendo la importancia de mantener mi equilibrio. De avanzar en lo que se puede, de darme espacios para respirar y reconocer cómo estoy, de parar, soltar todo y respetar las horas sagradas del ejercicio y los alimentos. No siempre lo logro, pero cada día se hace el intento.
Mientras sigo aprendiendo y reconociendo mi propio tiempo, asumo el compromiso ético de honrar mi proceso y convertirlo en espacios de construcción colectiva. Porque desacelerar no es solo un acto individual, sino una práctica que sólo puede sostenerse en comunidad. Compartirlo hoy es también un llamado para encontrar a la manada con quien construir estos otros ritmos, sabiendo que solo florecen cuando los reapropiamos en compañía.









